¿Quién decide si estoy enfermo o sano? Una cuestión que plantean los doctores
Juan Gérvas y
Mercedes Pérez-Fernández en «
La expropiación de la salud»
(Los libros del Lince). «Nos han ido arrebatando el derecho a decidir
por nosotros mismos sobre lo que nos atañe más que a nadie: la salud»,
sostienen. Establecer el límite entre lo normal y lo patológico es
complicado, y
más cuando se trata de la salud mental, difícil de chequear por métodos objetivos.
El psicólogo estadounidense
Thomas Armstrong reflexionaba sobre «el mito del cerebro normal» en el «
Journal of Ethics»
de la Asociación Médica Americana. No hay un cerebro conservado en un
frasco en el sótano de ningún museo del mundo que sirva de referencia,
argumenta. Para solventarlo,
los psiquiatras tienen guías de referencia, como el «
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales» (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, o, en versión europea, la «
Clasificación internacional de las enfermedades» (CIE).
Pese a todo,
hay gran incertidumbre sobre el umbral crítico que separa la variación normal de la patología. Existen ejemplos ilustres de cómo una personalidad obsesiva «de libro», como la de
Charles Darwin,
fue de gran ayuda para clasificar con meticulosidad todos los datos
recogidos por el naturalista inglés en su viaje a bordo del «Beagle»,
forjando los cimientos de la teoría de la selección natural. Aun así
el naturalista no pudo deshacerse de la ansiedad, que casi le ahoga durante los primeros días de la travesía o que le ponía tremendamente nervioso cuando tenía que recibir a sus amigos en casa.
De forma parecida, el periodista
Scott Stossel ha convertido su lucha contra la ansiedad en un «best seller» («
Ansiedad», Seix Barral). Un mal del que Darwin intentó librarse viviendo en el campo y acudiendo a un balneario, y que
en nuestros días se combate a golpe de pastillas,
pese a que a finales de los 70 alguna de sus seis formas de
presentación, como los ataques de pánico, ni siquiera estaban
etiquetadas y mucho menos se trataban.
De la píldora al mal
Fue un antidepresivo el que puso nombre y
sacó a la luz lo que entonces se conocía como neurosis de angustia, en la terminología freudiana. Ocurrió en 1962, cuando el psiquiatra
Donald Klein
observó que al tratar con imipramina, uno de los primeros
antidepresivos, a 200 pacientes del hospital psiquiátrico Hillside de
Nueva York, se calmaba su neurosis. Dos décadas después del
descubrimiento, el trastorno, ahora rebautizado, ya figuraba en el
DSM-III.
El razonamiento, dice Stossel, fue que
si la imipramina curaba el pánico debía existir ese trastorno.
Desde entonces su diagnóstico (y tratamiento) es tan habitual que no
perdona ni a los famosos: en ocasiones les hace huir del escenario.
La idea de que los fármacos etiquetan en lugar de curar inspira el libro de reciente aparición «
Anatomía de una epidemia» (Capitán Swing), del estadounidense
Robert Whitaker.
Este periodista y escritor es uno más de los que
se cuestionan si todo lo que pasa en nuestra mente ha de combatirse con píldoras,
y, más importante, si la eficacia que se supone a esos fármacos es
real. Además sugiere una relación entre «los medicamentos psiquiátricos y
el asombroso aumento de las enfermedades mentales».
En una hora de amigable charla con viejos colegas psiquiatras descubrí que tenía cinco nuevas dolenciasAllen Frances
«Existe la creencia de que los fármacos supusieron una revolución en la salud mental, pero
las enfermedades mentales en lugar de disminuir han aumentado.
Y ocurre en todos los países que han adoptado esta forma de cuidado»,
destaca Whitaker. «Se supone que corrigen la química cerebral alterada»,
una premisa de partida que investigó y le llevó a conclusiones
opuestas:
más que corregir la química cerebral, los psicofármacos, tomados a largo plazo, la alteran.
Whitaker
aporta como prueba la lucha feroz que han de mantener los psicofármacos
para demostrar que son más eficaces que un placebo en los ensayos
clínicos, antes de salir al mercado. En verdad
no compiten más que con las expectativas de curación del propio paciente,
pues esa es la definición del placebo. Y muchas veces ganan. Y
curiosamente, destaca, en muchos casos tanto los que toman el nuevo
principio activo como los que reciben placebo mejoran, pero
los primeros recaen y necesitan ayuda médica con más frecuencia que los segundos.
Supuestas panaceas
El psiquiatra
Guillermo Rendueles, que acompañó a Whitaker en la presentación del libro, explica que «en España
el modelo de psiquiatría teóricamente es psicobiológico. Pero en la práctica es en realidad comercial,
porque son los laboratorios los que enseñan a recetar». Y apunta a los
antidepresivos inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina
(como la fluoxetina), considerados la panacea de los males «del alma»
en sus distintas variantes. Sin embargo, «producen deterioro cognitivo,
alteración de la libido y más de dos tercios de las personas tratadas no
logran la remisión de los síntomas». Pese a su frecuente prescripción,
se echan ahora por tierra para presentar la siguiente generación de
fármacos.
«Los antidepresivos son eficaces mientras están en vigor las patentes», sostiene Rendueles.
La psicoterapia se abre paso como alternativa en muchos casos tan eficiente como los fármacos.
Así lo avalan cada vez más estudios. Consiste en utilizar el poder de
la palabra para cambiar las ideas que nos hacen sufrir. Y
su efecto es duradero, porque proporciona armas para capear los momentos difíciles.
«Nuestra sociedad tenía fama de acompañar en las carencias, pero eso se
ha perdido y ahora hemos de arreglárnoslas solos», señala Rendueles.
Sin embargo, «nos venden la sociedad del bienestar como la mejor, en la
que sentirse mal no está permitido y menos si la dolencia es mental. El
hombre posmoderno debe gozar por imperativo. Y si no, quiere tomar
pastillas para ser feliz».
El hombre posmoderno debe gozar por imperativo o tomar pastillas para ser felizGuillermo Rendueles
Tal vez por eso
nuestro país ha triplicado en una década el consumo de ansiolíticos,
según la Agencia Española del Medicamento, llegando a cifras de
auténtica «epidemia de psicofármacos» para combatir la ansiedad, resalta
Rendueles. «En Asturias lo normal es que las mujeres mayores de 65 años
las tomen. Y a diferencia del modelo anglosajón,
aquí no se advierte de lo adictivas que son».
Los propios usuarios son quienes demandan en las consultas lexatines, valiums y trankimazines para
anestesiar los sentimientos, como si ese fuera el camino para la
realización personal, colocándolos al mismo nivel que otros bienes de
consumo (tabletas, móviles o los últimos «wearables») sin los cuales nos
parece imposible vivir. Quizá hemos olvidado que
esos sentimientos intensos tienen en muchos casos una función evolutiva, y que sublimados, como sostenía Freud, pueden hacer que las cosas que nos hacen sufrir cambien.
Quienes más recetan los psicofármacos no son los psiquiatras sino los médicos de atención primaria. Llevados por las prisas,
han cambiado su ancestral costumbre de escuchar, que también tiene efecto placebo,
por la de dar pastillas para ahuyentar los males modernos que nos
aquejan. Una prescripción «forzada por la creencia de sus pacientes de
tener derecho a la felicidad en forma de píldoras sin necesidad de cambiar en nada sus vidas», insiste Rendueles.
Delirio de grandeza
«La
medicina tuvo un delirio de grandeza al prometer el máximo de salud
para este milenio», dice Rendueles. Pero si por algo se caracteriza
nuestra sociedad es precisamente por cronificar las dolencias sin hallar
su cura. Una paradoja especialmente relevante en los trastornos
mentales, porque, debido a su gran plasticidad,
el cerebro se adapta a los fármacos, los incorpora a su química, y necesita recurrir a ellos de continuo, a modo de muleta, coinciden Whitaker y Rendueles.
La enfermedad mental se cronifica por el efecto de la farmacopea que pretende curarla.
El
psiquiatra Allen Frances, que participó en varias ediciones del DSM,
resume con humor ese afán de diagnosticarlo todo. Lo cuenta en su libro «
¿Somos todos enfermos mentales?» (Ariel). «Me encontré con muchos amigos que trabajaban en el DSM 5 y estaban emocionados con sus innovaciones.
Enseguida me di cuenta de que yo era candidato a muchos de los nuevos trastornos.
La forma de atiborrarme de deliciosas gambas y costillas era, según el
DSM 5, síndrome del comedor compulsivo. No recordar nombres y caras, un
trastorno neurocognitivo leve. Mis preocupaciones y tristeza, trastorno
mixto ansioso-depresivo. La pena que sentí al morir mi mujer, depresión
mayor. Mi hiperactividad y distracción, síntomas claros de trastorno por
déficit de atención del adulto.
Una hora de amigable charla con viejos colegas psiquiatras y tenía cinco nuevas dolencias».
En esa línea, y candidato a la próxima edición del DSM,
acaba de debutar el «síndrome de falta de espíritu navideño». Lo publica el «
British Medical Journal».
Al parecer, en el cerebro hay una red neuronal que genera la mezcla de
alegría y nostalgia propias de esa época. «Millones de personas son
propensas a mostrar deficiencias en esa red. Su localización es un
primer paso para ayudar a este grupo de pacientes», argumentan los
investigadores. Preocupante.